...no busques compañía.

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martes, 29 de julio de 2014

Fiestamundialista



Me chupa un huevo (fálica como siempre, diría mi terapeuta) el fútbol, mundial o no mundial. Siempre dije eso y lo sostengo. Es más, detesto todo deporte de competición, saca lo peor de la humanidad, es además un instrumento fascista!! De hecho hace un par de semanas lo reafirmé en el programa de radio que hacemos con Matías Philipp y Clemente, nuestro queridísimo conductor, me miró con cara de horror cuando rematé “Y espero que pierda rápido Argentina, así se dejan de joder”. No volvió a preguntarme por el tema.
Después llegó el mundial y fui mirando cuanto partido pude, como siempre la estampida de cosas indeseables me termina derritiendo la jodidez que tengo en el alma (y el eventual gorilismo borgeano). Me mató que se volvieran tan rápido los hermanos yorugas… se me piantó un lagrimón!
Además tuve una anagnórisis, espantosa como todas ellas: me percaté de que sé mucho de fútbol (más bien de su anecdotario). El otro día nos juntamos con unos amigos (bastante futboleros) en mi casa a ver el partido Argentina-Bosnia y hablando al pedo les hice un recuento de fechas, goles, figuras, penales injustos de todos los mundiales desde Italia 90, que fue mi gran pasión (junto con El Diego, con cuya sinceridad brutal me identifico siempre). De Italia 90 lo sé todo, absolutamente todo: los detalles técnicos y las pastillas de color familiares que lo acompañaron. Como al pasar mencioné, lo dí por sentado, que Chile no había ido por la suspensión…
-“Qué suspensión??”
- “Cómo qué suspensión?? Rama, vos sabés
de fútbol… no te acordás que
el arquero chileno en un partido contra Brasil fingió
una herida grave, dijo que le habían tirado una
bengala desde la tribuna brasilera. después se descubrió que se había cortado la cara con una gillet, el loco de mierda!! suspendieron al equipo entero. Chile no participó como por 2 mundiales. al principio culparon a una mina de la tribuna que después se hizo conocida como “La Bengaleira”; salió en varias tapas de revistas medio en bola, creo que incluso en Playboy…”
No me creían. Hasta yo dudé, pero lo buscamos en Internet y estaba. Ironía del destino me terminé ganando el respeto de todos los presentes por mis conocimientos de fútbol…
Después también les conté, con nostalgia veterana, que había participado en el año 2000 en el torneo de fútbol femenino de la UNR, por el equipo de Humanidades y Artes (obvio), y que habíamos salido campeonas. Éramos tan pobres… no teníamos ni banco de suplentes, así que le poníamos el cuerpo, el alma y algo más le debemos haber puesto porque terminamos ganando no sé cómo mierda. Con nuestras pobres remeritas pintadas con aerosol y un técnico baboso del MNR. Parece que para eso servía el MNR (¡era para eso!), porque le pudimos ganar en la semifinal a las archiequipadas chicas de veterinaria y en la final a las de agronomía, que para nosotras eran más intimidantes que los All Blacks haciendo el haka…
Con todo esto no me quedó más que reconocer que evidentemente tengo una relación bien bipolar con el fútbol. Creo que es directamente proporcional a la que tengo con mi padre, que le encanta el fútbol…
Me llevaba a la cancha de chiquita, pero parece que el equipo perdía cuando yo iba… mmm…
Encima ahora Molina me pregunta si quiero escribir algo sobre el mundial y me entusiasmo… Así no hay resistencia que aguante, la puta madre!


Publicado en el facebook de la editorial "Fiesta" (05/07/14)

jueves, 24 de julio de 2014

Columna sobre la revista "El Péndulo" en "Lo que resta del día" (FM 103.3 Radio Universidad)

Una topadora cultural...



Enlaces:

Reencontrando a Gandolfo

La primera vez que me topé con Elvio Gandolfo fue en la revista de ciencia ficción “El Péndulo”, fiel
exponente de esa topadora cultural que fue Ediciones de La Urraca desde fines de los 70. Ahí Elvio escribió sin interrupción durante la década del 80 su columna “Polvo de Estrellas”; sección imperdible de la revista en la que se abría un mundo a partir de sus insólitos rescates y sus comentarios sobre Borges y Bioy, las nuevas corrientes de la ciencia ficción y sus ocasionales intervenciones sobre los “raros” uruguayos. Los amigos orientales congregados bajo esa categoría de Ángel Rama que Gandolfo citaba en el número 7 de 1982 eran a grandes rasgos, Armonía Sommers (a quien le dedica esa entrega), el lamentablemente siempre desatendido por los lectores Tarik Carson, el gran Felisberto Hernández y su amigo Mario Levrero (publicado además con frecuencia en la revista).
Años después, en una de las últimas entregas, Gandolfo reconstruiría la historia de esa publicación rosarina que surgió a fines de los 60 en el seno de la imprenta La Familia, perteneciente a los Gandolfo: “El lagrimal trifurca”. Si uno logra acceder (sorteando las dificultades no menores que esto supone) a al menos algunos de los ejemplares de esa joya de la edición artesanal podrá comprobar no sólo la calidad de las publicaciones sino cuán relacionadas estaban las inquietudes literarias de la familia Gandolfo y la incipiente ficción de Levrero, que fue también publicada tempranamente en El lagrimal.
Indudablemente allí se forjaría un diálogo entre poéticas. Más lo ratifico aún cuando recuerdo viejos textos de Gandolfo como “El instituto” o “La reina de las nieves” (La reina de las nieves, 1982), cuyos dislocamientos temporo-espaciales, laberínticos, son contemporáneos a los de la Trilogía involuntaria (1970-1980-1982) de Levrero; o esas mujeres cotidianas, cuyas metamorfosis fantásticas las arroja, en ambas poéticas, hacia un plano de otredad al mismo tiempo siniestro y casi divino. Toda una serie podría trazarse recorriendo sus obras tempranas, que va desde la atmósfera de decadencia entrópica y la construcción de las mencionadas figuras femeninas, hasta cierta proclama (más o menos explícita) de un realismo que no confía en la certeza de los sentidos.    
Debo decir que esta confluencia de intereses, no podía suceder sino en ese terreno misterioso que es el triángulo del Río de la Plata: esa superficie que se conforma uniendo los puntos de la constelación Rosario-Buenos Aires-Montevideo. Allí, entre ediciones caseras y revistas de culto, las ficciones de Elvio Gandolfo y Levrero tomaron forma en un diálogo mutuo cifrado en afinidades y lecturas compartidas, que a su vez se conjugó en intercambio con la atmósfera de la ciencia ficción y quién sabe cuántas más poéticas contemporáneas que se congregaban, a uno y otro lado del Río de la Plata, en las revistas independientes (como la uruguaya "Los huevos del Plata" o el semanario humorístico "Misia Dura"). Algo me dice que tal vez no sería desatinado hacer extensiva la categoría de Rama a muchas de estas posteriores ficciones, sensibilidades generacionales, que gravitaron en torno a estos espacios, entre ellas la de Elvio.
Mucho de esa “rareza” rioplatense deviene del uso (a veces enfáticamente negado) de los géneros, que en sus modulaciones define ciertas series. En el caso de Gandolfo, esto se vuelve evidente si se presta atención a su obra crítica: su obsesión por Philip Dick, el prólogo que le escribe a la antología de la ciencia ficción argentina Los universos vislumbrados (1978), sus ensayos sobre los géneros del policial y el terror; muchos de ellos compilados en El libro de los géneros (2007). Pero Gandolfo acerca además en sus ficciones los géneros del policial, el terror, la ciencia ficción, a un espacio y registro vernáculos. Mediante esta operación no sólo construye un verosímil realista singular, sino que genera una contraseña humorística que vuelve cálida la relación entre los polos que componen el pacto ficcional: autor-narrador-lector. Es ese mismo efecto de cercanía al lector que genera Levrero en sus ficciones, que ambas poéticas muchas veces redoblan a partir de la ficcionalización (recurso muy borgeano, por cierto) de la figura del autor como personaje.
Este procedimiento que Gandolfo viene llevando a cabo, tempranamente, desde cuentos como “El terrón disolvente” (versión vernácula del universo dickiano, que bien podría leerse en tándem con “Los ratones felices” de Levrero), sigue constante, aunque acentuado, en muchos de los relatos que componen Cada vez más cerca (2013). 
Por eso, la vuelta del policial en Gandolfo no nos reenvía estrictamente al tono del policial negro de cuentos como “Un error de Ludueña” (Ferrocarriles argentinos, 1994): “Los pasos en las huellas” narra con socarronería cómo un agente de la SIDE sigue espiando luego de décadas a un viejo poeta que estuvo relacionado con publicaciones de izquierda en los 70, sólo para justificar una estructura del Estado que se ha vuelto obsoleta. Más claro es esto aún en el registro de la ciencia ficción, particularmente en textos como “Pegando la vuelta”, donde el autor reactualiza el tópico clásico del apocalipsis ya abordado en ficciones como “Sobre las rocas” (La reina de las nieves, 1982), “Caminando alrededor” (Sin creer en nada (trilogía), 1987) y “Llano del sol” (Ferrocarriles argentinos, 1994). Pero si en varios de los cuentos previos primaba esa decadencia entrópica en la que la ruina volvía una y otra vez propiciando un loop que intentaba evadir un colapso último hacia el vacío, en “Pegando la vuelta” por primera vez el final constituye un nuevo comienzo en el que los adolescentes rosarinos disfrutan de surfear en un Paraná convulsionado, mientras los adultos se lamentan culposos por sus errores pasados. Evidentemente el escenario político de los 70 (momento en el que se escriben muchos de estos primeros cuentos) condicionaba poder narrar algo distinto más allá de la desintegración. En este sentido Cada vez más cerca parece ser hijo de otro tiempo. Por eso muchos tópicos insisten, pero las resoluciones tienen matices diferentes. 
El núcleo femenino constituye sin duda un tema aparte, que al parecer no podía estar aquí ausente. En “Las negritas”, Gandolfo propone, como hacía en “Escamas piel” y “Rete Carótida” (Dos mujeres, 1992), un devenir casi animal o monstruoso de las figuras femeninas (que por supuesto siempre genera una fascinación irresistible en sus protagonistas). De la mano del mismo interés, también está presente en Cada vez más cerca la interrogación sobre la posibilidad de un saber de la experiencia del cuerpo, que revive a partir del trance. Ya en “Cuando Lidia vivía se quería morir” (1998) el sueño había sido la instancia de reconciliación de dos viejos amantes. Ahora, el protagonista del cuento “Cuerpo” se reencuentra bajo los efectos de la anestesia con la corporalidad de una mujer deseada. Si se me permite, después de esto, ¿cómo no leer un diálogo entre Gandolfo y Levrero? 
Al igual que el autor uruguayo, en Gandolfo una porción nada despreciable de lo real acontece en un dominio que excede la soberanía de la consciencia y los sentidos. Se trata de fenómenos que forcejean por ganar un lugar en el tejido intrincado de la realidad. Una ballena colapsa en la intersección de las peatonales rosarinas y deja huellas pnémicas inconscientes en todos aquellos que presenciaron el fantástico acontecimiento. Eso que sucede en “El momento del impacto” (Cuando Lidia vivía se quería morir, 1998), inaugura una serie que se potencia aquí en relatos como “Grande”, donde los habitantes de una ciudad perciben la existencia de un organismo informe que subyace bajo la estructura de la urbe.
Hay, detrás del uso enrarecido de los géneros, una pulsión realista que recorre las manifestaciones generacionales de las que hablaba al principio. Si no recuerdo mal, ya en 1966 Rama llamaba la atención sobre la emergencia de una literatura imaginativa, heredera de la tradición onírica del surrealismo, que entendía la actividad imaginativa como una forma de exploración profunda que conducía a un superrealismo. Tal vez habría que revisar las continuidades de esa genealogía, al menos para pensar la literatura de Gandolfo.

Publicado en BazarAmericano, Julio-Agosto 2014, año XI, número 47.