Cualquiera que
haya transitado los derroteros de la ciencia ficción se encuentra advertido de
que la potencia de su literatura radica en la reflexión insistente en torno a
lo posible, aunque –vale sin duda la salvedad– lo posible siempre se radicaliza
al forzarse hacia ciertos límites. Pareciera que esa pulsión idealista que
recorre la ciencia ficción la impulsara una y otra vez a imaginar-pensar
(términos sinónimos en ella) una esencia anacrónica y acaso también
extemporánea de lo posible que sólo puede ser pensada allí donde lo posible
toca el dominio de lo que para el lector es precisamente lo imposible, de lo
que muchas veces para el sentido común no es ni puede ser. Imaginar o pensar
aquello que ha permanecido inimaginado es la gran transgresión de la ciencia
ficción por la cual ella busca ampliar los límites de la ontología, abrir
nuevas cartografías ontológicas. Cuando hablamos de ciencia ficción, la
literatura, más que nunca, necesariamente se problematiza en su relación con la
epistemología y busca fundar otras ontologías. De ahí que para Cohen narrar
equivalga a “estirar un pensamiento en todas las direcciones” (Cohen 2003:
185).
En este
sentido, pensar-narrar todas las posibilidades de lo humano (leimotiv histórico
del género) llevando el concepto de lo humano al límite de lo no-humano
significa, por propiedad transitiva, pensar también en ese mismo sentido otras
formas de la comunidad, de la epistemología, de la relación con lo divino; pero
fundamentalmente, vislumbrar relaciones inadvertidas entre estos términos que
se encuentran cuando sus dominios se redefinen en ese juego de límites. Es por eso
que cuando hundimos las manos en la ciencia ficción resulta improductivo (y
hasta contraproducente) aferrarnos a ciertos lugares comunes en relación con la
especificidad de lo literario. En ese terreno de lo in-fundado y de lo
por-fundar se mueve la narrativa de Marcelo Cohen: ahí donde la literatura
juega a sacarle las banderas a la ciencia y se propone a sí misma como creadora
de órdenes de realidad y como modelo de explicación-fundación de lo real.
Tal vez por
esto sus autofiguraciones demarquen un territorio en el cual lo literario
parece querer colonizar otros ámbitos: “Superar el apego a la propia persona es
lo que nos libera, ya se trate del apego al nombre, a la etnia o a la propia
familia. No hay otra forma de vencer el mal, en todos los órdenes de la vida,
si no es mediante esa superación” (Cohen 2006a). Esa superación, prosigue Cohen
en la entrevista publicada en el diario La
Nación, es la virtual esperanza de la emergencia de un lenguaje nuevo que posibilite terminar con la tiranía de la cultura
de masas propiciada por el Estado y los consorcios culturales. Si bien las
palabras que el autor despliega en la entrevista (la cual, no azarosamente, es
publicada en la sección de política) nos
remiten claramente al campo semántico de su narrativa, lo interesante es que
los comentarios de Cohen trascienden la referencia a su obra literaria. Cohen
habla de una percepción de lo real y brinda claras referencias: Auschwitz, las
Torres Gemelas, la ESMA, Guantánamo; todos referentes del mal que ocasiona la
cultura del apego. Pero Cohen no es
–al menos en un sentido tradicional– ni filósofo, ni politólogo, ni sociólogo.
Es en este punto en el que debe entenderse que la literatura de Cohen también
se desplaza hacia un límite.
II
En sus ensayos
Cohen propone ciertos conceptos atendibles a la hora de pensar este problema,
uno de ellos –el fundamental diría– es el de “realismo incierto”, detrás del
cual subyace (como en todo realismo) un modelo epistemológico determinado. Cohen traza
entonces una genealogía histórica: su planteo remite a un “cambio de paradigma”
respecto del universo burgués que se fundó sobre la certeza de lo material y la
neutralidad del observador (2003: 132). En este viejo contexto, la escritura
realista era esclava de la realidad entendida como algo externo a representar
de forma exhaustiva. El género propio de este realismo decimonónico es sin duda
la novela, la cual es una “exaltación tardía del cartesianismo” en el contexto
del imperio de la razón (2003: 140). En el proyecto realista la representación
estable fue el camino concebido para acceder a las profundidades del
conocimiento.
Su realismo
incierto o inseguro se entiende, por el contrario, como mejor dotado para
llevar a cabo el viejo sueño de un realismo “abarcador” o “total”. En la medida
en que la física contemporánea sostiene que la mente y la materia estarían
hechas de la misma “sustancia última” (la cual ha demostrado estar al borde de
la insustancialidad indivisible), se confirma que toda realidad es indisociable
de la actividad mental creadora. Por eso el relato crea sentido, “[d]ice algo
que sucede –y entonces sucede” (2003: 135). La realidad surge como
acontecimiento del lenguaje. Si el realismo incierto está en mejores
condiciones para ser un realismo abarcador es porque entiende que con cada acto
escritural se inaugura una nueva versión de lo real, lo real eclosiona como
escritura. Así, la forma que toma la ciencia ficción en Cohen rescata
elípticamente pero con claridad la olvidada propuesta epistemológica del
romanticismo y su reivindicación de la imaginación como ejercicio mitopoiético
singular de creación-conocimiento de lo real. La vieja aspiración realista de un realismo “total”
cobra entonces otros matices: por un lado, su cifra es la Curva de Peano, tal
como se la describe en El testamento de
O´Jaral (1995: 110), una curva compleja que se tuerce tanto y en tantas
direcciones que termina por tocar todos los puntos del plano, es una línea que
es plano. Claro que ésta es sólo la cifra de una aspiración inalcanzable, el
realismo no puede ser sino algo siempre inacabado y en constante progreso: “ni
el proyecto implícito en una decisión ni ninguna pieza del diseño pueden
completarse nunca; de otro modo se terminaría la realidad”, dice el Maestro de
la música realista en Donde yo no estaba
(2006b: 628). Por eso, por el otro lado, el realismo (y por tanto el universo
mismo) no puede sino ser Poesía Universal
Progresiva romántica. La
aspiración a la totalidad debe buscarse en el devenir inagotable del fragmento.
Volvamos al
tema de los paradigmas detrás del realismo incierto.
La referencia más clara, aquella que Cohen enuncia expresamente, es la teoría
del caos de Ilya Prigogine. Las narraciones inciertas son además, a diferencias
de la novela, “estructuras caóticas alejadas del equilibrio” (Cohen 2003: 146)
en las que fulguran todos los niveles de lo real. Detrás de esta idea de las narraciones
como estructuras vivas que generan sistemas por bifurcación se encuentra una
nueva acepción de la entropía pensada desde las teorías del caos. La entropía
activa de la que habla Prigogine (en oposición a la entropía pasiva de la
termodinámica clásica cuyo grado de dispersión es máxima y su equilibrio
equivale a la muerte calórica) supone un caos turbulento y activo en el que la
desintegración y la pérdida continuas del equilibrio generan nuevos sistemas a
los que denomina paradójicamente “estructuras disipativas”. De modo que también
desde este paradigma se apuntala la lógica del fragmento mediante la cual las narraciones de lo real incierto
reniegan del sentido acabado, de la redondez propia de la novela. En su
proliferar, las narraciones son creadoras de órdenes de realidad y en este
sentido el mundo es un texto ilimitado e inestable, siempre inacabado, siempre
en progresión. En este sentido debe leerse también la proclama de abolición
genérica: todo relato es realista porque funda realidad, y fantástico porque es
por la vía irreal que lo real se manifiesta; y de ahí la referencia de Cohen a
la idea de pneuma, gracias a la cual
la literatura puede ser entendida como forma privilegiada de creación de una
realidad al mismo tiempo corpórea e incorpórea: puente de acceso a lo
suprasensible que da cuerpo a lo fantasmático (2003: 228-229). Por esta vía es
que el realismo de Cohen se aleja de la concepción tradicional de mímesis
aristotélica y se acerca a mímesis
genética del romanticismo, en la que la exacerbación fantástica nacida de
la singularidad es la única forma de presentación de lo real.
Esto nos
conduce sin duda a una idea de realismo en la que la razón determinista pierde
terreno. Se trata en cambio de moverse hacia otras concepciones para hablar de
lo real. Es necesario, propone Cohen, volver a integrar lo “sobrenatural” a lo
“natural”, volver a integrar aquello
que el avasallante proceso de racionalización dividió: el arte y la ciencia. En
otras palabras, comprender que la ficción posee un lugar central en la creación
de lo real y en la experiencia de conocimiento. Puede que ahí radique el por
qué de las curiosas autofiguraciones de Cohen de las que hablaba al principio:
su imagen de escritor filósofo, politólogo, analista.
No obstante,
existe otro modelo detrás del realismo de Cohen, que él también ensambla con el
paradigma romántico –y acaso podría pensarse que la extraña compatibilidad lo
habilita. En el mismo concepto de “realismo incierto”
resuena el principio de incertidumbre de Heisenberg. Sucintamente, el principio
de incertidumbre o indeterminación explica que no es posible determinar de una
forma exacta la velocidad y trayectoria de una partícula ya que esta varía
según sea o no observada. El problema
radica en que la partícula se comporta como una onda de potencialidades múltiples si no es observada, pero si en
cambio se la observa se muestra como un objeto sustancial de universo material
tal como lo perciben nuestros sentidos, es decir, como una partícula-mónada. De
modo que la intervención del observador
determinaría la forma de universo material como lo conocemos. La
escritura coheniana funciona además entonces como la intervención del
observador de la cuántica, aquel que determina la fijación de una formación de
partículas que hace colapsar la función onda de la materia: la escritura (o
cualquier discurso en general) hace precipitar una forma de lo real en la que
las demás posibilidades abortadas no obstante resuenan.
En términos
generales, lo que me interesa señalar aquí es que la primacía que adquiere la
figura del observador a partir de la
física subatómica permite que cuando ésta entra, ficcionalizada, en la lógica
literaria se conjugue cómodamente por afinidad con la impronta subjetiva del
romanticismo, con la idea de una imaginación activa creadora del universo; y he
ahí la vuelta del paradigma romántico. La irrupción de este modelo de física
pareciera leerse desde la ficción de Cohen como una ratificación tardía del
negado lugar de la literatura en el campo epistemológico, giro que César Aira
identifica tempranamente en su emblemático ensayo sobre la mirada expresionista en Roberto Arlt:
Habrán
reconocido el principio de Heisenberg, según el cual el observador, o la
observación misma, modifica las condiciones objetivas del hecho. Más aún:
disuelve la posibilidad de que el hecho tenga condiciones objetivas, lo vuelve
observación, transformación, singularidad absoluta. El arte no debió esperar al
descubrimiento de las partículas subatómicas para ver actuar el principio de
Heisenberg, porque era la condición original de su funcionamiento, como lo es
del funcionamiento del lenguaje: las palabras son delegados nuestros en el
mundo, en la naturaleza, y allí se ocupan de cambiar los contornos de las
cosas, o de darles contorno. Más en general, podría decirse que el principio de
Heisenberg es la condición primera del funcionamiento de la conciencia; pero no
de la inimaginable conciencia en sí, sino hecha lenguaje (Aira 1993: 57).
III
Detrás de la
búsqueda identitaria de los personajes de Cohen se encuentra indudablemente una
inquietud por delimitar nuevas ontologías que se apoyan en ficcionalizaciones
del paradigma de la física subatómica. El observador, y por lo tanto la
ficción, adquiere un lugar inusitado en el proceso de fundación de lo real; y
de ahí que la ficción realice en su seno la anhelada unión romántica entre
ciencia-arte-filosofía. La reflexión sobre la escritura como ejercicio de
fundación de órdenes de realidad comienza en Cohen en el lugar más germinal,
ahí donde el lenguaje crea su primer núcleo: el sujeto. Pero para pensar las inflexiones de lo subjetivo en Cohen
hay que volver además al problema del apego
que refiere en la entrevista publicada en La Nación.
Existe en la
obra de Cohen una dimensión místico-religiosa, sumamente compleja, que se
integra en la escritura al trinomio que conforma la unión de la que hablaba
antes (ciencia-arte-filosofía). Cohen, que en sus ensayos se pronuncia en
contra de cualquier aspiración de conocimiento que intente trascender la superficie
del lenguaje, reproduce de una u otra forma en sus ficciones la noción
romántica de la poesía como ciencia
que se dirige hacia un conocimiento de lo Absoluto. Esta es sin duda una
premeditada ambivalencia de su programa.
Si se
recuerdan, por ejemplo, muchos de los fragmentos del romanticismo alemán
(aunque también ciertas imágenes del romanticismo inglés como el arpa eolia) se
comprenderá que la poesía romántica es indiscernible de la actividad mística,
en especial de la búsqueda del yo interior de cuyo centro se irradia, por
simpatía, la armonía del Espíritu.
Ejercitar en cierta medida ese yo interior significa, como en todo ejercicio
místico, un desapegarse de la
estructura del yo de la relación con el mundo y fomentar cierta unión mística.
En su texto de
divulgación Buda (1990) Cohen hace un
recorrido sobre los aspectos centrales de la historia y filosofía budistas que
luego se fagocita en aquellos textos que son considerados “ficcionales”. Más
particularmente, la idea de que existiría una necesidad de trascender el apego
al yo irreal de la vida terrenal, el cual es producto de una ignorancia del
carácter indiferenciado del universo como unidad. Cabe destacar que volver
sobre este concepto reafirma en la escritura, desde otro costado, aquella vieja
aspiración unitiva del romanticismo: en la física subatómica, el principio de
indeterminación ha sido comparado con la mística budista, en tanto propone que
a nivel subatómico no serían aplicables las divisiones entre sujeto y objeto (que nos ha enseñado la ciencia clásica) sino que todas las
partículas conformarían una especie de flujo indiferenciado. Es por ello
que tiene coherencia que Cohen utilice citas del físico Shrödinger para
interrogar aspectos de la mística oriental en Buda (1990: 72-73), como así también que relacione en sus
“ficciones” el desapego al que debe
aspirar el sujeto con una cercanía hacia las posibilidades de la función onda, aquella esfera no fijada por el observador. En el sincretismo
problemático de todos estos paradigmas se funda la reflexión en torno a la
ontología del sujeto en Cohen, ontología que busca trazar las coordenadas de un
sujeto sobre el que más adelante pueda pensarse la problemática del estar en
común.
Inolvidables veladas (1996) narra la historia de Golo
Subirana, el hijo de una emblemática cantante de tangos, Camelia Subirana, que
reside en un geriátrico, en estado casi vegetativo. El Consorcio –imagen
constante que representa una forma de Estado en las historias de Cohen–
mantiene vivo su mito a través de la proyección de su holograma, marco visual
de la reproducción de la voz de Subirana. La historia de Golo está
indiscerniblemente ligada al mito de
su madre tanguera.
Desde el
comienzo se advierte la necesidad –lo advierte su compañera Liliana, vinculada
con el grupo disidente Claroscuro– de sacar a Golo de su “fijeza fenomenal”
(1996: 15). Y es que la subjetividad de Golo es indisociable del mito, de la
fijación que mediante el discurso se ha hecho de éste y de su persona. Siendo
pequeño había actuado junto a su madre y ganado fama. Desde su tierna infancia
había escuchado esa frase hecha que
lo definía y que se repite una y otra vez a lo largo del texto: ese chico
“tiene algo”, es la “nueva promesa del tango”, “el heredero”. Poco a poco, con
el paso de los años había adquirido un aire melancólico. Dormía mucho, “como si
fuera una labor o parte de una búsqueda” (1996: 17); y eventualmente había
forjado los rasgos de su carácter sobre la base de la apatía y la disposición hacia los otros. Algunos años atrás, agobiado
por la carga de atributos a su persona, había escapado; pero al regresar a su
entorno los otros lo habían ido devolviendo de a poco “al marco de su silueta”
(1996: 44). Golo es, hasta literalmente la última página del relato, una figura
límbica que espera la emergencia o bien de lo que los otros prometen que él
realmente es, o bien de algo incierto que amenaza con no nacer nunca: “el
destino de ser algo incierto y morirse sin haberlo sabido, de morir lentamente
asesinado por uno mismo”, es la reflexión de Golo que sin duda reactualiza la
melancolía tanguera (1996: 119).
Debatido
internamente entre dos demandas: convertirse en el mito tanguero de la “nueva
era”, al servicio del proyecto identitario del Consorcio, o romper finalmente
con su imagen de promesa y alinearse con Liliana y el grupo activista
Claroscuro, el camino de Golo sólo puede ser un solitario tránsito personal.
Raudamente después de la muerte de su madre, en la última página leemos un
final cuya fórmula se repite en otros textos de Cohen, especialmente en El testamento de O´Jaral (1995):
múltiples versiones de Golo despuntan, indefinidas y vacilantes, emergen sobre
el vacío, cual si Golo, librado del observador, volviera a ser una onda.
Lotario, el
protagonista de El Oído Absoluto (1989),
de alguna manera representa el caso opuesto: carece de la necesaria definición
del otro, del observador. El
escenario del texto es la comunidad de Lorelei, perversa consagración de la
utopía liberal, comunidad cerrada y aislada carente de todo conflicto e
historia, cuyo paisaje exuda una paz frígida y apática. Es la un falso Nirvana,
cifra de la muerte calórica de la entropía, entendida en su primera acepción –y
no en el sentido positivo que le otorga luego Prigogine–, como dispersión
máxima en la cual ya no existe estructura posible. De modo que no es casual que
la relación de los personajes esté marcada por la distancia y la frialdad.
El
conflicto del relato se introduce ante la llegada de Lotario, padre de Clarisa,
a quien ella no ha visto en los últimos diez años y con el que siempre mantuvo
una relación distante. Esta visita
afecta no sólo a Clarisa, sino también a su compañero Lino, ya que él teme que
la estadía de Lotario genere un “ventilador emocional y alborote la modesta,
protectora, pirámide de silencios”
que era su vida de pareja (1989: 26; destacado mío). El interés de Lotario por
su hija resulta en un principio misterioso. Clarisa se pregunta por qué su
padre ha decidido visitarla; y entonces Lotario expresa la necesidad del
relato.
“Yo me llamaba
León Wald”, comienza Lotario (1989: 63). Su vida había empezado bajo ese nombre
en Polonia. Allí estaba todo lo que había constituido a León: los miembros de
su familia, todos muertos en la guerra, y una mujer, Eugenia. Ella había sido
la “tesorera” de todos sus recuerdos, todo lo que él era estaba
indisociablemente ligado a ella (1989: 159). Porque en la relación amorosa hay
algo que nos define inexorablemente. Con la mujer que a uno lo quiere, uno ata
un nudo, “no hay escapatoria: uno está encerrado en una sola versión (…) Pero lo más extraño de todo
es que en esa jaula uno se siente como pez en el agua”, dice Lotario (1989:
152). Es lo mismo que piensa Aliano (protagonista de Donde yo no estaba) cuando Cler, su mujer, lo deja: ahora sin ella
vuelve a estar inconcluso y liberado al mundo. Ella, sin embargo, se anuda
nuevamente en una nueva versión que construye en la relación con su amante
(2006b: 100-104). Lo que nos moviliza tal vez sea, piensa Aliano, que cada
enamoramiento responde a “un impulso de reorganización” (2006b: 415). Es por
eso que cuando Aliano conoce a Lumel siente que algo en él se “evapora”, al
tiempo que un nuevo territorio se despeja (2006b: 122).
Alrededor de
esta propuesta está el núcleo reflexivo en torno a las posibilidades de una
esencia de lo subjetivo: si tomamos distintas formas según nuestras relaciones
con otro, ¿qué es lo esencial en el sujeto?, ¿existe una esencialidad
subjetiva? Es por eso que Donde yo no
estaba también se centra en torno al recorrido que Aliano realiza a través
de la escritura de su diario. Es precisamente en el ejercicio escritural que
Aliano busca llevar a cabo un camino de despersonalización que, al mismo
tiempo, signifique encontrar el aplomo
en su personalidad, la reafirmación de la esencialidad mínima más allá de los
excesos del ego.
Puedo
consentirme el lujo de escribir estas cosas en mi cuadernaclo. Y bien: pensamos
que estas cosas no se desenvolverían sin trastabillar si no las ayudáramos,
pero intuyo que hasta las más trabajosas discurren por su cuenta, sin motivo ni
por qué, despilfarro que busca extenuarse,
como si nuestros afanes, no menos que los de la naturaleza, fueran un largísimo rodeo en pos de quietud. Me
acuerdo de un aforismo de Rosezno: “Transformarse poco a poco en una línea tan finita que alrededor todo se
aclare, incluso las otras letras (Cohen 2006b: 26).
La lectura de
un libro magistral (las Militancias)
me inculca la idea de que esa plétora de hechos importa más que mi persona.
Decido que, para desempeñar con dicha labor que se nos encomienda, lo mejor es reducir paulatinamente el volumen de la
personalidad. (…)
Como novela no
tiene mucha gracia. Mejor será pues restringir mi palabrerío a estas crónicas,
que a lo mejor me sirven para morir con aplomo;
y espero que, escribe que te escribe, un día advenga el milagro de la claridad mental (Cohen 200b6: 172).
Ese es el
derrotero de los personajes de Cohen, tránsito en el que intentan habitar ese
fino límite entre un desapego del ego que, a riesgo de excederse y convertirse
en una indiferencia apática, redunde en la afirmación de ese yo mínimo que es
la verdadera esencialidad del sujeto. Sobre ese sujeto deberá fundarse
cualquier comunidad futura, cualquier unión verdadera:
unión de hombres que han limpiado la estructura aparatosa de su ego. Es el
camino del sujeto como escritura,
realizando las múltiples posibilidades de su esencia en el devenir, siendo Poesía Universal Progresiva: allí radica
la nueva ontología del sujeto, el sujeto como lenguaje nuevo o el nuevo lenguaje del sujeto. Es por eso que en Donde yo no estaba Aliano se relaciona
con el personaje Yónder, cuya identidad es la cifra de la entropía como
estructura disipativa, es lo no fijado: la personalidad como “reciclado
perpetuo” (2006b: 362). Esta deconstrucción constante de lo subjetivo, del
lenguaje que lo constituye, es una necesaria medida sanitaria: aquello que se
ha cristalizado (como las partículas que toman definición ante el observador)
produce dolor y frustración:
En el cómodo
silencio que se hizo, medité que el dolor de las ilusiones perdidas proviene no
tanto del deseo insatisfecho como, algo después, del derrumbe de la idea que
anteponemos al desarrollo de nuestra vida, idea que suele tener una estructura
harto rígida y aparatosa (…) Es un hombre trágico, este Maraguane (…) me di
cuenta de que, si cada uno de nosotros lleva en sí una vida que no prosperó,
que se detuvo y se hizo a un lado, él siente esa vida no vivida como una
gravidez perpetua, o como se lleva en el regazo un niño que no ha crecido e
incluso en la vejez seguirá siendo motivo de aflicción y desesperanza (Cohen
2006b: 44-46).
Antes decía que
en el otro extremo estaba Lotario, acaso aquel que debe construir en lugar de
deconstruir su subjetividad. Con la supuesta muerte de Eugenia, León parte para
América y comienza su existencia como Lotario. Se casa con la madre de Clarisa
y poco tiempo después es padre. Sin embargo no logra encontrar en su familia un
anclaje para Lotario: “yo era una onda,
el hueco adentro de una caña”, le explica a su hija (1989: 180); era una “maza
desplazada del eje” que esquivaba múltiples “sombras”, figuras “paralelas”, que
tampoco tenían definición. Eso que él era, si acaso había tal cosa, no estaba en ningún lado, se había
extraviado en ese “salto de órbita” y ahora “[p]or todas partes había lagunas,
senderos borrados (…) Si no llegué a desesperarme [recuerda Lotario] fue porque
un día descubrí que la música me calmaba. Calmar no es la palabra: la música
volvía a ponerme.” (1989: 173). Cuando
escuchaba las melodías no había desplazamientos, él era algo denso. La música palió la ausencia, su
genealogía de muertos, la insustancialidad de sus recuerdos; fue lo que
apuntaló ese exceso de voluntad que le permitió permanecer en el Lotario Wald que
la gente quería ver correspondiendo a su cuerpo. “No haber nacido nunca”, eso
sentía (1989: 106).
Lotario
encontró en la música la posibilidad de afianzar ese yo endeble. Se dio cuenta
de que tal vez todo funcionaba como la música: las sinfonías avanzan desde la
incoherencia y la fragmentación hacia una unidad apabullante y todos los
movimientos parten de la misma célula,
aquello que los compositores llaman “motivo”; que es como el resto de
esencialidad a partir del cual se construyen infinitas relaciones. Una
sensación de “gran aplomo” puede nacer de esa “materia tan precaria” (1989:
172) y es por ello que la búsqueda ulterior de todos los personajes de Cohen
reside allí: persiguen esa célula mínima o motivo de la subjetividad sobre la
que pueden componerse múltiples realidades subjetivas, sin caer en la apatía o
costado negativo de la entropía.
En El oído absoluto también hay no obstante
una indefinición en la música. En el limbo musical que habita Lotario hay un
plus: su ser es en el mecanismo que junta los fragmentos de la música, en ese
instante está la personalidad (1989: 181). La música es producto de la mente
humana, dice Lotario, pero también es una aparición natural, una mente autónoma que se desarrolla sola; y
ese movimiento de correspondencia con lo absoluto
que es la música habilita la libertad de una existencia sin identidad: “Uno se
mete en una pieza de Debussy (…) [y] empieza a tener una sensación como… (…) de
haber vivido mucho tiempo sin documentos, sin cédula de identidad ni nada.”
(1989: 109). Y es que en su levedad la música sucede. Es siempre la misma pieza
y pero distinta según quien la interpreta, es el verdadero realismo. No es precisamente para afianzar su yo que
Lotario aprende entonces de memoria las sinfonías, sino para ir más allá de
Lotario Wald e incluso de la música misma:
Decidí que iba
a tener toda la música en la cabeza, ser una galaxia: el colmo de la dispersión organizada. Me iba a
convertir en el contrapunto más complicado del universo, y después de
conseguirlo me iba a olvidar de mí mismo… (Cohen 1989: 182).
El camino de
búsqueda del aplomo conduce hacia algo que excede lo subjetivo, lo lleva al
borde de la disolución. Envuelto en esa hybris
Lotario intenta convertirse él mismo en música, memorizar cientos de
melodías hasta fundirse, despersonalizarse en la música que es el realismo
absoluto: cifra perfecta de la dispersión organizada propuesta por Prigogine.
Lotario decide convertirse en el oído
absoluto, esa forma misteriosa de la memoria que permite reproducir de
forma exacta las notas sin necesitar de ninguna referencia de escala o tono,
sin alterar en absoluto la melodía original. Peca, digamos, de entregarse al
anhelo romántico de lo absoluto. No obstante Lotario sabe lo fútil de la
empresa: debería haber aspirado a ser sólo “un arpa eolia”, piensa, ese instrumento colgado de una rama cuyas
cuerdas resuenan espontáneamente con el viento y detonan singulares
combinaciones de armónicos (1989: 194).
Que Lotario
traiga la imagen del arpa eolia hacia el final del texto es sin duda lo que
permite terminar de comprender la genealogía del realismo en Cohen y ubicarla
en la línea del romanticismo. El arpa eolia es la imagen de la mente creadora
del poeta que, como médium entre lo
externo y lo interno, crea una expresión que es singular y al mismo tiempo eco
de aquello que excita y detona sus impresiones. La lira, como también la llama
Coleridge, conlleva al igual que el sitar del que habla Buda, el concepto de la
Senda Media. El yo no debe excederse en su aspiración por lo que trasciende la
vida terrestre, aunque tampoco descuidar esa relación ya que es la fuente para
la salud espiritual. Debe estar en armonía, sonar por simpatía, y hacer también
vibrar otras cuerdas cercanas: lograr inadvertidamente que su salud redunde en
su comunidad. Como dice el maestro de Aliano, es necesario “transformarse poco
a poco en una línea tan finita que
alrededor todo se aclare, incluso las otras letras”. Ese movimiento
subjetivo significa el inicio de la comunidad y el lenguaje por venir, es el
porvenir de la verdadera unidad de hombres libres. En esta línea se inserta la
preocupación de Cohen por pensar nuevas ontologías del sujeto que habiliten
deponer la inadvertida dinámica de repetición de lo mismo que propicia esas
construcciones del Estado, esas falsas formas de la unidad que en sus ficciones
llama Consorcios. Mucho dicen sobre lo subjetivo –y sobre lo humano en general–
los Consorcios de Cohen, pero dicho tema merece sin duda un texto a parte.
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Entiendo que
en Cohen el problema de la ontología debe pensarse junto con el de la
comunidad. Por cuestiones de extensión me limito en este texto a plantear los
problemas de la formulación de la ontología subjetiva y dejo esbozado apenas
algunos aspectos del problema de la comunidad para retomarlo en futuros
desarrollos. No obstante, el análisis conjunto y detallado de ambos problemas
se encuentra en mi tesis doctoral, la cual consigno en la bibliografía.
Retomo dos
ensayos en particular: “Como si empezáramos de nuevo. Apuntes por un realismo
inseguro” y “¡Realmente fantástico!” (Cohen 2003).
Cfr.
“Alocución sobre la mitología” (Friedrich Schlegel 1800), “Punto de vista para
la poesía mitológica” (Moritz 1791) y
“De la mitología” (August Schlegel 1801). Los textos del romanticismo alemán
que se citan en este trabajo están incluidos en la antología de Javier Arnaldo
(1994).