...no busques compañía.

...no busques compañía.
...no busques compañía.

jueves, 6 de marzo de 2014

Marcelo Cohen. Las fundaciones de la ciencia ficción





            I

Cualquiera que haya transitado los derroteros de la ciencia ficción se encuentra advertido de que la potencia de su literatura radica en la reflexión insistente en torno a lo posible, aunque –vale sin duda la salvedad– lo posible siempre se radicaliza al forzarse hacia ciertos límites. Pareciera que esa pulsión idealista que recorre la ciencia ficción la impulsara una y otra vez a imaginar-pensar (términos sinónimos en ella) una esencia anacrónica y acaso también extemporánea de lo posible que sólo puede ser pensada allí donde lo posible toca el dominio de lo que para el lector es precisamente lo imposible, de lo que muchas veces para el sentido común no es ni puede ser. Imaginar o pensar aquello que ha permanecido inimaginado es la gran transgresión de la ciencia ficción por la cual ella busca ampliar los límites de la ontología, abrir nuevas cartografías ontológicas. Cuando hablamos de ciencia ficción, la literatura, más que nunca, necesariamente se problematiza en su relación con la epistemología y busca fundar otras ontologías. De ahí que para Cohen narrar equivalga a “estirar un pensamiento en todas las direcciones” (Cohen 2003: 185).
En este sentido, pensar-narrar todas las posibilidades de lo humano (leimotiv histórico del género) llevando el concepto de lo humano al límite de lo no-humano significa, por propiedad transitiva, pensar también en ese mismo sentido otras formas de la comunidad, de la epistemología, de la relación con lo divino; pero fundamentalmente, vislumbrar relaciones inadvertidas entre estos términos que se encuentran cuando sus dominios se redefinen en ese juego de límites.[1] Es por eso que cuando hundimos las manos en la ciencia ficción resulta improductivo (y hasta contraproducente) aferrarnos a ciertos lugares comunes en relación con la especificidad de lo literario. En ese terreno de lo in-fundado y de lo por-fundar se mueve la narrativa de Marcelo Cohen: ahí donde la literatura juega a sacarle las banderas a la ciencia y se propone a sí misma como creadora de órdenes de realidad y como modelo de explicación-fundación de lo real.
Tal vez por esto sus autofiguraciones demarquen un territorio en el cual lo literario parece querer colonizar otros ámbitos: “Superar el apego a la propia persona es lo que nos libera, ya se trate del apego al nombre, a la etnia o a la propia familia. No hay otra forma de vencer el mal, en todos los órdenes de la vida, si no es mediante esa superación” (Cohen 2006a). Esa superación, prosigue Cohen en la entrevista publicada en el diario La Nación, es la virtual esperanza de la emergencia de un lenguaje nuevo que posibilite terminar con la tiranía de la cultura de masas propiciada por el Estado y los consorcios culturales.[2] Si bien las palabras que el autor despliega en la entrevista (la cual, no azarosamente, es publicada en la sección de política)  nos remiten claramente al campo semántico de su narrativa, lo interesante es que los comentarios de Cohen trascienden la referencia a su obra literaria. Cohen habla de una percepción de lo real y brinda claras referencias: Auschwitz, las Torres Gemelas, la ESMA, Guantánamo; todos referentes del mal que ocasiona la cultura del apego. Pero Cohen no es –al menos en un sentido tradicional– ni filósofo, ni politólogo, ni sociólogo. Es en este punto en el que debe entenderse que la literatura de Cohen también se desplaza hacia un límite.

II

En sus ensayos Cohen propone ciertos conceptos atendibles a la hora de pensar este problema, uno de ellos –el fundamental diría– es el de “realismo incierto”, detrás del cual subyace (como en todo realismo) un modelo epistemológico determinado.[3] Cohen traza entonces una genealogía histórica: su planteo remite a un “cambio de paradigma” respecto del universo burgués que se fundó sobre la certeza de lo material y la neutralidad del observador (2003: 132). En este viejo contexto, la escritura realista era esclava de la realidad entendida como algo externo a representar de forma exhaustiva. El género propio de este realismo decimonónico es sin duda la novela, la cual es una “exaltación tardía del cartesianismo” en el contexto del imperio de la razón (2003: 140). En el proyecto realista la representación estable fue el camino concebido para acceder a las profundidades del conocimiento.
Su realismo incierto o inseguro se entiende, por el contrario, como mejor dotado para llevar a cabo el viejo sueño de un realismo “abarcador” o “total”. En la medida en que la física contemporánea sostiene que la mente y la materia estarían hechas de la misma “sustancia última” (la cual ha demostrado estar al borde de la insustancialidad indivisible), se confirma que toda realidad es indisociable de la actividad mental creadora. Por eso el relato crea sentido, “[d]ice algo que sucede –y entonces sucede” (2003: 135). La realidad surge como acontecimiento del lenguaje. Si el realismo incierto está en mejores condiciones para ser un realismo abarcador es porque entiende que con cada acto escritural se inaugura una nueva versión de lo real, lo real eclosiona como escritura. Así, la forma que toma la ciencia ficción en Cohen rescata elípticamente pero con claridad la olvidada propuesta epistemológica del romanticismo y su reivindicación de la imaginación como ejercicio mitopoiético singular de creación-conocimiento de lo real.[4] La vieja aspiración realista de un realismo “total” cobra entonces otros matices: por un lado, su cifra es la Curva de Peano, tal como se la describe en El testamento de O´Jaral (1995: 110), una curva compleja que se tuerce tanto y en tantas direcciones que termina por tocar todos los puntos del plano, es una línea que es plano. Claro que ésta es sólo la cifra de una aspiración inalcanzable, el realismo no puede ser sino algo siempre inacabado y en constante progreso: “ni el proyecto implícito en una decisión ni ninguna pieza del diseño pueden completarse nunca; de otro modo se terminaría la realidad”, dice el Maestro de la música realista en Donde yo no estaba (2006b: 628). Por eso, por el otro lado, el realismo (y por tanto el universo mismo) no puede sino ser Poesía Universal Progresiva romántica. La aspiración a la totalidad debe buscarse en el devenir inagotable del fragmento.  
Volvamos al tema de los paradigmas detrás del realismo incierto. La referencia más clara, aquella que Cohen enuncia expresamente, es la teoría del caos de Ilya Prigogine. Las narraciones inciertas son además, a diferencias de la novela, “estructuras caóticas alejadas del equilibrio” (Cohen 2003: 146) en las que fulguran todos los niveles de lo real. Detrás de esta idea de las narraciones como estructuras vivas que generan sistemas por bifurcación se encuentra una nueva acepción de la entropía pensada desde las teorías del caos. La entropía activa de la que habla Prigogine (en oposición a la entropía pasiva de la termodinámica clásica cuyo grado de dispersión es máxima y su equilibrio equivale a la muerte calórica) supone un caos turbulento y activo en el que la desintegración y la pérdida continuas del equilibrio generan nuevos sistemas a los que denomina paradójicamente “estructuras disipativas”. De modo que también desde este paradigma se apuntala la lógica del fragmento mediante la cual las narraciones de lo real incierto reniegan del sentido acabado, de la redondez propia de la novela. En su proliferar, las narraciones son creadoras de órdenes de realidad y en este sentido el mundo es un texto ilimitado e inestable, siempre inacabado, siempre en progresión. En este sentido debe leerse también la proclama de abolición genérica: todo relato es realista porque funda realidad, y fantástico porque es por la vía irreal que lo real se manifiesta; y de ahí la referencia de Cohen a la idea de pneuma, gracias a la cual la literatura puede ser entendida como forma privilegiada de creación de una realidad al mismo tiempo corpórea e incorpórea: puente de acceso a lo suprasensible que da cuerpo a lo fantasmático (2003: 228-229). Por esta vía es que el realismo de Cohen se aleja de la concepción tradicional de mímesis aristotélica y se acerca a mímesis genética del romanticismo, en la que la exacerbación fantástica nacida de la singularidad es la única forma de presentación de lo real.[5] 
Esto nos conduce sin duda a una idea de realismo en la que la razón determinista pierde terreno. Se trata en cambio de moverse hacia otras concepciones para hablar de lo real. Es necesario, propone Cohen, volver a integrar lo “sobrenatural” a lo “natural”, volver a integrar aquello que el avasallante proceso de racionalización dividió: el arte y la ciencia. En otras palabras, comprender que la ficción posee un lugar central en la creación de lo real y en la experiencia de conocimiento. Puede que ahí radique el por qué de las curiosas autofiguraciones de Cohen de las que hablaba al principio: su imagen de escritor filósofo, politólogo, analista.
No obstante, existe otro modelo detrás del realismo de Cohen, que él también ensambla con el paradigma romántico –y acaso podría pensarse que la extraña compatibilidad lo habilita. En el mismo concepto de “realismo incierto” resuena el principio de incertidumbre de Heisenberg. Sucintamente, el principio de incertidumbre o indeterminación explica que no es posible determinar de una forma exacta la velocidad y trayectoria de una partícula ya que esta varía según sea o no observada. El problema radica en que la partícula se comporta como una onda de potencialidades múltiples si no es observada, pero si en cambio se la observa se muestra como un objeto sustancial de universo material tal como lo perciben nuestros sentidos, es decir, como una partícula-mónada. De modo que la intervención del observador determinaría la forma de universo material como lo conocemos.[6] La escritura coheniana funciona además entonces como la intervención del observador de la cuántica, aquel que determina la fijación de una formación de partículas que hace colapsar la función onda de la materia: la escritura (o cualquier discurso en general) hace precipitar una forma de lo real en la que las demás posibilidades abortadas no obstante resuenan.
En términos generales, lo que me interesa señalar aquí es que la primacía que adquiere la figura del observador a partir de la física subatómica permite que cuando ésta entra, ficcionalizada, en la lógica literaria se conjugue cómodamente por afinidad con la impronta subjetiva del romanticismo, con la idea de una imaginación activa creadora del universo; y he ahí la vuelta del paradigma romántico. La irrupción de este modelo de física pareciera leerse desde la ficción de Cohen como una ratificación tardía del negado lugar de la literatura en el campo epistemológico, giro que César Aira identifica tempranamente en su emblemático ensayo sobre la mirada expresionista en Roberto Arlt:

Habrán reconocido el principio de Heisenberg, según el cual el observador, o la observación misma, modifica las condiciones objetivas del hecho. Más aún: disuelve la posibilidad de que el hecho tenga condiciones objetivas, lo vuelve observación, transformación, singularidad absoluta. El arte no debió esperar al descubrimiento de las partículas subatómicas para ver actuar el principio de Heisenberg, porque era la condición original de su funcionamiento, como lo es del funcionamiento del lenguaje: las palabras son delegados nuestros en el mundo, en la naturaleza, y allí se ocupan de cambiar los contornos de las cosas, o de darles contorno. Más en general, podría decirse que el principio de Heisenberg es la condición primera del funcionamiento de la conciencia; pero no de la inimaginable conciencia en sí, sino hecha lenguaje (Aira 1993: 57).
  
III

Detrás de la búsqueda identitaria de los personajes de Cohen se encuentra indudablemente una inquietud por delimitar nuevas ontologías que se apoyan en ficcionalizaciones del paradigma de la física subatómica. El observador, y por lo tanto la ficción, adquiere un lugar inusitado en el proceso de fundación de lo real; y de ahí que la ficción realice en su seno la anhelada unión romántica entre ciencia-arte-filosofía. La reflexión sobre la escritura como ejercicio de fundación de órdenes de realidad comienza en Cohen en el lugar más germinal, ahí donde el lenguaje crea su primer núcleo: el sujeto. Pero para pensar las inflexiones de lo subjetivo en Cohen hay que volver además al problema del apego que refiere en la entrevista publicada en La Nación.
Existe en la obra de Cohen una dimensión místico-religiosa, sumamente compleja, que se integra en la escritura al trinomio que conforma la unión de la que hablaba antes (ciencia-arte-filosofía). Cohen, que en sus ensayos se pronuncia en contra de cualquier aspiración de conocimiento que intente trascender la superficie del lenguaje, reproduce de una u otra forma en sus ficciones la noción romántica de la poesía como ciencia que se dirige hacia un conocimiento de lo Absoluto. Esta es sin duda una premeditada ambivalencia de su programa.
Si se recuerdan, por ejemplo, muchos de los fragmentos del romanticismo alemán (aunque también ciertas imágenes del romanticismo inglés como el arpa eolia) se comprenderá que la poesía romántica es indiscernible de la actividad mística, en especial de la búsqueda del yo interior de cuyo centro se irradia, por simpatía, la armonía del Espíritu.[7] Ejercitar en cierta medida ese yo interior significa, como en todo ejercicio místico, un desapegarse de la estructura del yo de la relación con el mundo y fomentar cierta unión mística.
En su texto de divulgación Buda (1990) Cohen hace un recorrido sobre los aspectos centrales de la historia y filosofía budistas que luego se fagocita en aquellos textos que son considerados “ficcionales”. Más particularmente, la idea de que existiría una necesidad de trascender el apego al yo irreal de la vida terrenal, el cual es producto de una ignorancia del carácter indiferenciado del universo como unidad. Cabe destacar que volver sobre este concepto reafirma en la escritura, desde otro costado, aquella vieja aspiración unitiva del romanticismo: en la física subatómica, el principio de indeterminación ha sido comparado con la mística budista, en tanto propone que a nivel subatómico no serían aplicables las divisiones entre sujeto y objeto (que nos ha enseñado la ciencia clásica) sino que todas las partículas conformarían una especie de flujo indiferenciado.[8] Es por ello que tiene coherencia que Cohen utilice citas del físico Shrödinger para interrogar aspectos de la mística oriental en Buda (1990: 72-73), como así también que relacione en sus “ficciones” el desapego al que debe aspirar el sujeto con una cercanía hacia las posibilidades de la función onda, aquella esfera no fijada por el observador. En el sincretismo problemático de todos estos paradigmas se funda la reflexión en torno a la ontología del sujeto en Cohen, ontología que busca trazar las coordenadas de un sujeto sobre el que más adelante pueda pensarse la problemática del estar en común.
Inolvidables veladas (1996) narra la historia de Golo Subirana, el hijo de una emblemática cantante de tangos, Camelia Subirana, que reside en un geriátrico, en estado casi vegetativo. El Consorcio –imagen constante que representa una forma de Estado en las historias de Cohen– mantiene vivo su mito a través de la proyección de su holograma, marco visual de la reproducción de la voz de Subirana. La historia de Golo está indiscerniblemente ligada al mito de su madre tanguera.
Desde el comienzo se advierte la necesidad –lo advierte su compañera Liliana, vinculada con el grupo disidente Claroscuro– de sacar a Golo de su “fijeza fenomenal” (1996: 15). Y es que la subjetividad de Golo es indisociable del mito, de la fijación que mediante el discurso se ha hecho de éste y de su persona. Siendo pequeño había actuado junto a su madre y ganado fama. Desde su tierna infancia había escuchado esa frase hecha que lo definía y que se repite una y otra vez a lo largo del texto: ese chico “tiene algo”, es la “nueva promesa del tango”, “el heredero”. Poco a poco, con el paso de los años había adquirido un aire melancólico. Dormía mucho, “como si fuera una labor o parte de una búsqueda” (1996: 17); y eventualmente había forjado los rasgos de su carácter sobre la base de la apatía y la disposición hacia los otros. Algunos años atrás, agobiado por la carga de atributos a su persona, había escapado; pero al regresar a su entorno los otros lo habían ido devolviendo de a poco “al marco de su silueta” (1996: 44). Golo es, hasta literalmente la última página del relato, una figura límbica que espera la emergencia o bien de lo que los otros prometen que él realmente es, o bien de algo incierto que amenaza con no nacer nunca: “el destino de ser algo incierto y morirse sin haberlo sabido, de morir lentamente asesinado por uno mismo”, es la reflexión de Golo que sin duda reactualiza la melancolía tanguera (1996: 119).
Debatido internamente entre dos demandas: convertirse en el mito tanguero de la “nueva era”, al servicio del proyecto identitario del Consorcio, o romper finalmente con su imagen de promesa y alinearse con Liliana y el grupo activista Claroscuro, el camino de Golo sólo puede ser un solitario tránsito personal. Raudamente después de la muerte de su madre, en la última página leemos un final cuya fórmula se repite en otros textos de Cohen, especialmente en El testamento de O´Jaral (1995): múltiples versiones de Golo despuntan, indefinidas y vacilantes, emergen sobre el vacío, cual si Golo, librado del observador, volviera a ser una onda.
Lotario, el protagonista de El Oído Absoluto (1989), de alguna manera representa el caso opuesto: carece de la necesaria definición del otro, del observador. El escenario del texto es la comunidad de Lorelei, perversa consagración de la utopía liberal, comunidad cerrada y aislada carente de todo conflicto e historia, cuyo paisaje exuda una paz frígida y apática. Es la un falso Nirvana, cifra de la muerte calórica de la entropía, entendida en su primera acepción –y no en el sentido positivo que le otorga luego Prigogine–, como dispersión máxima en la cual ya no existe estructura posible. De modo que no es casual que la relación de los personajes esté marcada por la distancia y la frialdad.
            El conflicto del relato se introduce ante la llegada de Lotario, padre de Clarisa, a quien ella no ha visto en los últimos diez años y con el que siempre mantuvo una relación distante. Esta visita afecta no sólo a Clarisa, sino también a su compañero Lino, ya que él teme que la estadía de Lotario genere un “ventilador emocional y alborote la modesta, protectora, pirámide de silencios” que era su vida de pareja (1989: 26; destacado mío). El interés de Lotario por su hija resulta en un principio misterioso. Clarisa se pregunta por qué su padre ha decidido visitarla; y entonces Lotario expresa la necesidad del relato.
“Yo me llamaba León Wald”, comienza Lotario (1989: 63). Su vida había empezado bajo ese nombre en Polonia. Allí estaba todo lo que había constituido a León: los miembros de su familia, todos muertos en la guerra, y una mujer, Eugenia. Ella había sido la “tesorera” de todos sus recuerdos, todo lo que él era estaba indisociablemente ligado a ella (1989: 159). Porque en la relación amorosa hay algo que nos define inexorablemente. Con la mujer que a uno lo quiere, uno ata un nudo, “no hay escapatoria: uno está encerrado en una sola versión (…) Pero lo más extraño de todo es que en esa jaula uno se siente como pez en el agua”, dice Lotario (1989: 152). Es lo mismo que piensa Aliano (protagonista de Donde yo no estaba) cuando Cler, su mujer, lo deja: ahora sin ella vuelve a estar inconcluso y liberado al mundo. Ella, sin embargo, se anuda nuevamente en una nueva versión que construye en la relación con su amante (2006b: 100-104). Lo que nos moviliza tal vez sea, piensa Aliano, que cada enamoramiento responde a “un impulso de reorganización” (2006b: 415). Es por eso que cuando Aliano conoce a Lumel siente que algo en él se “evapora”, al tiempo que un nuevo territorio se despeja (2006b: 122).
Alrededor de esta propuesta está el núcleo reflexivo en torno a las posibilidades de una esencia de lo subjetivo: si tomamos distintas formas según nuestras relaciones con otro, ¿qué es lo esencial en el sujeto?, ¿existe una esencialidad subjetiva? Es por eso que Donde yo no estaba también se centra en torno al recorrido que Aliano realiza a través de la escritura de su diario. Es precisamente en el ejercicio escritural que Aliano busca llevar a cabo un camino de despersonalización que, al mismo tiempo, signifique encontrar el aplomo en su personalidad, la reafirmación de la esencialidad mínima más allá de los excesos del ego.

Puedo consentirme el lujo de escribir estas cosas en mi cuadernaclo. Y bien: pensamos que estas cosas no se desenvolverían sin trastabillar si no las ayudáramos, pero intuyo que hasta las más trabajosas discurren por su cuenta, sin motivo ni por qué, despilfarro que busca extenuarse, como si nuestros afanes, no menos que los de la naturaleza, fueran un largísimo rodeo en pos de quietud. Me acuerdo de un aforismo de Rosezno: “Transformarse poco a poco en una línea tan finita que alrededor todo se aclare, incluso las otras letras (Cohen 2006b: 26).

La lectura de un libro magistral (las Militancias) me inculca la idea de que esa plétora de hechos importa más que mi persona. Decido que, para desempeñar con dicha labor que se nos encomienda, lo mejor es reducir paulatinamente el volumen de la personalidad. (…)
Como novela no tiene mucha gracia. Mejor será pues restringir mi palabrerío a estas crónicas, que a lo mejor me sirven para morir con aplomo; y espero que, escribe que te escribe, un día advenga el milagro de la claridad mental (Cohen 200b6: 172). 

Ese es el derrotero de los personajes de Cohen, tránsito en el que intentan habitar ese fino límite entre un desapego del ego que, a riesgo de excederse y convertirse en una indiferencia apática, redunde en la afirmación de ese yo mínimo que es la verdadera esencialidad del sujeto. Sobre ese sujeto deberá fundarse cualquier comunidad futura, cualquier unión verdadera: unión de hombres que han limpiado la estructura aparatosa de su ego. Es el camino del sujeto como escritura, realizando las múltiples posibilidades de su esencia en el devenir, siendo Poesía Universal Progresiva: allí radica la nueva ontología del sujeto, el sujeto como lenguaje nuevo o el nuevo lenguaje del sujeto. Es por eso que en Donde yo no estaba Aliano se relaciona con el personaje Yónder, cuya identidad es la cifra de la entropía como estructura disipativa, es lo no fijado: la personalidad como “reciclado perpetuo” (2006b: 362). Esta deconstrucción constante de lo subjetivo, del lenguaje que lo constituye, es una necesaria medida sanitaria: aquello que se ha cristalizado (como las partículas que toman definición ante el observador) produce dolor y frustración:

En el cómodo silencio que se hizo, medité que el dolor de las ilusiones perdidas proviene no tanto del deseo insatisfecho como, algo después, del derrumbe de la idea que anteponemos al desarrollo de nuestra vida, idea que suele tener una estructura harto rígida y aparatosa (…) Es un hombre trágico, este Maraguane (…) me di cuenta de que, si cada uno de nosotros lleva en sí una vida que no prosperó, que se detuvo y se hizo a un lado, él siente esa vida no vivida como una gravidez perpetua, o como se lleva en el regazo un niño que no ha crecido e incluso en la vejez seguirá siendo motivo de aflicción y desesperanza (Cohen 2006b: 44-46).

Antes decía que en el otro extremo estaba Lotario, acaso aquel que debe construir en lugar de deconstruir su subjetividad. Con la supuesta muerte de Eugenia, León parte para América y comienza su existencia como Lotario. Se casa con la madre de Clarisa y poco tiempo después es padre. Sin embargo no logra encontrar en su familia un anclaje para Lotario: “yo era una onda, el hueco adentro de una caña”, le explica a su hija (1989: 180); era una “maza desplazada del eje” que esquivaba múltiples “sombras”, figuras “paralelas”, que tampoco tenían definición. Eso que él era, si acaso había tal cosa, no estaba en ningún lado, se había extraviado en ese “salto de órbita” y ahora “[p]or todas partes había lagunas, senderos borrados (…) Si no llegué a desesperarme [recuerda Lotario] fue porque un día descubrí que la música me calmaba. Calmar no es la palabra: la música volvía a ponerme.” (1989: 173). Cuando escuchaba las melodías no había desplazamientos, él era algo denso. La música palió la ausencia, su genealogía de muertos, la insustancialidad de sus recuerdos; fue lo que apuntaló ese exceso de voluntad que le permitió permanecer en el Lotario Wald que la gente quería ver correspondiendo a su cuerpo. “No haber nacido nunca”, eso sentía (1989: 106).
Lotario encontró en la música la posibilidad de afianzar ese yo endeble. Se dio cuenta de que tal vez todo funcionaba como la música: las sinfonías avanzan desde la incoherencia y la fragmentación hacia una unidad apabullante y todos los movimientos parten de la misma célula, aquello que los compositores llaman “motivo”; que es como el resto de esencialidad a partir del cual se construyen infinitas relaciones. Una sensación de “gran aplomo” puede nacer de esa “materia tan precaria” (1989: 172) y es por ello que la búsqueda ulterior de todos los personajes de Cohen reside allí: persiguen esa célula mínima o motivo de la subjetividad sobre la que pueden componerse múltiples realidades subjetivas, sin caer en la apatía o costado negativo de la entropía.
En El oído absoluto también hay no obstante una indefinición en la música. En el limbo musical que habita Lotario hay un plus: su ser es en el mecanismo que junta los fragmentos de la música, en ese instante está la personalidad (1989: 181). La música es producto de la mente humana, dice Lotario, pero también es una aparición natural, una mente autónoma que se desarrolla sola; y ese movimiento de correspondencia con lo absoluto que es la música habilita la libertad de una existencia sin identidad: “Uno se mete en una pieza de Debussy (…) [y] empieza a tener una sensación como… (…) de haber vivido mucho tiempo sin documentos, sin cédula de identidad ni nada.” (1989: 109). Y es que en su levedad la música sucede. Es siempre la misma pieza y pero distinta según quien la interpreta, es el verdadero realismo. No es precisamente para afianzar su yo que Lotario aprende entonces de memoria las sinfonías, sino para ir más allá de Lotario Wald e incluso de la música misma: 

Decidí que iba a tener toda la música en la cabeza, ser una galaxia: el colmo de la dispersión organizada. Me iba a convertir en el contrapunto más complicado del universo, y después de conseguirlo me iba a olvidar de mí mismo… (Cohen 1989: 182).

El camino de búsqueda del aplomo conduce hacia algo que excede lo subjetivo, lo lleva al borde de la disolución. Envuelto en esa hybris Lotario intenta convertirse él mismo en música, memorizar cientos de melodías hasta fundirse, despersonalizarse en la música que es el realismo absoluto: cifra perfecta de la dispersión organizada propuesta por Prigogine. Lotario decide convertirse en el oído absoluto, esa forma misteriosa de la memoria que permite reproducir de forma exacta las notas sin necesitar de ninguna referencia de escala o tono, sin alterar en absoluto la melodía original. Peca, digamos, de entregarse al anhelo romántico de lo absoluto. No obstante Lotario sabe lo fútil de la empresa: debería haber aspirado a ser sólo “un arpa eolia”, piensa, ese instrumento colgado de una rama cuyas cuerdas resuenan espontáneamente con el viento y detonan singulares combinaciones de armónicos (1989: 194).
Que Lotario traiga la imagen del arpa eolia hacia el final del texto es sin duda lo que permite terminar de comprender la genealogía del realismo en Cohen y ubicarla en la línea del romanticismo. El arpa eolia es la imagen de la mente creadora del poeta que, como médium entre lo externo y lo interno, crea una expresión que es singular y al mismo tiempo eco de aquello que excita y detona sus impresiones. La lira, como también la llama Coleridge, conlleva al igual que el sitar del que habla Buda, el concepto de la Senda Media. El yo no debe excederse en su aspiración por lo que trasciende la vida terrestre, aunque tampoco descuidar esa relación ya que es la fuente para la salud espiritual. Debe estar en armonía, sonar por simpatía, y hacer también vibrar otras cuerdas cercanas: lograr inadvertidamente que su salud redunde en su comunidad. Como dice el maestro de Aliano, es necesario “transformarse poco a poco en una línea tan finita que alrededor todo se aclare, incluso las otras letras”. Ese movimiento subjetivo significa el inicio de la comunidad y el lenguaje por venir, es el porvenir de la verdadera unidad de hombres libres. En esta línea se inserta la preocupación de Cohen por pensar nuevas ontologías del sujeto que habiliten deponer la inadvertida dinámica de repetición de lo mismo que propicia esas construcciones del Estado, esas falsas formas de la unidad que en sus ficciones llama Consorcios. Mucho dicen sobre lo subjetivo –y sobre lo humano en general– los Consorcios de Cohen, pero dicho tema merece sin duda un texto a parte.

Bibliografía

ABRAMS, M. H. (1975). El espejo y la lámpara. Teoría romántica y tradición crítica, Barcelona, Barral Editores.  
AIRA, César (1993). “La genealogía del monstruo”. Paradoxa, número 7, Beatriz Viterbo Editora: 55-71.
ARNALDO, Javier (Ant. y ed.) (1994). Fragmentos para una teoría romántica del arte, Madrid, Tecnos.
CAPRA, Fritjot (2006). El Tao de la física, Málaga, Sirio.
COHEN, Marcelo (1989). El oído absoluto, Barcelona, Muchnik.
COHEN, Marcelo (1990). Buda, Buenos Aires, Lumen.
COHEN, Marcelo (1995). El testamento de O´Jaral, Buenos Aires, Alianza.
COHEN, Marcelo (1996). Inolvidables veladas, Buenos Aires, Minotauro.
COHEN, Marcelo (2003). ¡Realmente fantástico! y otros ensayos, Buenos Aires, Norma.
COHEN, Marcelo (2006a). “Dejamos de pensar por usar demasiados lugares comunes”. La Nación, 2 de diciembre: Política. http://www.lanacion.com.ar/864058-dejamos-de-pensar-por-usar-demasiados-lugares-comunes. (01/10/2012)
COHEN, Marcelo (2006b). Donde yo no estaba, Buenos Aires, Norma.
CHIANI, Miriam (1996). “Escenas de la vida postindustrial: Sobre El fin de lo mismo de Marcelo Cohen.” Orbis Tertius, I (1): 117-130.
DALMARONI, Miguel (2001). “El fin de lo otro y la disolución del fantástico en un relato de Marcelo Cohen”. Cuadernos Angers- La Plata 1, año 4, número 4: 83-96.
GASPARINI, Sandra (1997). “Control y fuga. Sobre Inolvidables veladas de Marcelo Cohen”, Nuevos territorios (de la literatura latinoamericana), Buenos Aires, Instituto de Literatura Hispanoamericana, Facultad de Filosofía y Letras, Oficina de Publicaciones, CBC, UBA.
GUITTON, Jean y otros (1999). Dios y la ciencia, Buenos Aires, Emecé.
HUXLEY, Aldous (1974) [1963]. Literatura y ciencia, Buenos Aires, Sudamericana.
LOGIE, Ilse (2011). “En busca de lo nuevo: El testamento de O´Jaral (1995) de Marcelo Cohen”. Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, Año XXXVII, número 74, Lima Boston, segundo semestre: 171-191.
LACOUE- LABARTHE, Philippe y NANCY, Jean Luc (1978). L´Absolu Littéraire. Théorie de la Littérature du Romantisme Allemand, Paris, Éditions du Seuil.
MARTINEZ, Luciana (2013). Ciencia y literatura en el Río de la Plata. Modulaciones de una epistemología alterna en las obras de Mario Levrero y Marcelo Cohen (1970-2008), Tesis doctoral inédita, Facultad de Humanidades y Artes, UNR.
SAFRANSKI, Rüdiger (2009). Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán, Barcelona, Tusquets.
SHELLEY, Percey B (1986) [1821, 1840]. Una defensa de la poesía (versión bilingüe), Barcelona, Península.
SCHELLING, F.W.J (1996) [1799]. Escritos sobre filosofía de la naturaleza, Madrid, Alianza.


[1] Entiendo que en Cohen el problema de la ontología debe pensarse junto con el de la comunidad. Por cuestiones de extensión me limito en este texto a plantear los problemas de la formulación de la ontología subjetiva y dejo esbozado apenas algunos aspectos del problema de la comunidad para retomarlo en futuros desarrollos. No obstante, el análisis conjunto y detallado de ambos problemas se encuentra en mi tesis doctoral, la cual consigno en la bibliografía.
[2] Es Miriam Chiani (1996) la primera en señalar (en relación con El fin de lo mismo) las vinculaciones entre la búsqueda de un nuevo lenguaje realista que se fundamenta en las teorías del caos de Prigogine. En esta instancia Chiani propone además que el realismo incierto de Cohen se opone, con su contingencia aleatoria, al determinismo causal absoluto y al autoritarismo de lo cerrado y estático, es decir, a los discursos represivos de las sociedades postindustriales. En relación con el mismo texto que trabaja Chiani, Dalmaroni (2001) señala también una exacerbación de los escenarios y dispositivos propios de las sociedades postindustriales contemporáneas orientada a dejar en primer plano las funciones de homogeneización imaginaria y de control ideológico. En ese contexto las leyes que rigen ante todo son las del mundo massmediatico, las cuales subyugan cualquier otra lógica, incluso la del fantástico. La relación entre lenguaje, realidad y política es asimismo indiscernible de la trama de Inolvidables veladas, lee Sandra Gasparini por su parte (1997). Allí el lenguaje sirve a las formas que han suplido al Estado para resguardar el status quo contra la desestabilización de los grupos disidentes. La búsqueda de un lenguaje de resistencia, un lenguaje propio (lenguaje como punto de fuga), supone una reconfiguración de la tradición: un desorden de la lengua materna, del archivo semántico, que propicie la creación de un nuevo registro. Finalmente Ilse Logie (2011) amplia el problema presentado por Chiani en 1996, problema central para comprender el realismo en Cohen y sus vinculaciones con la construcción de un pensamiento de la comunidad. Logie propone acertadamente que en El testamento de O´Jaral las teorías del caos son esenciales para la formulación de lo nuevo, advenimiento que se espera termine con la dinámica de repetición de lo mismo. El nuevo lenguaje tiene como modelo las ideas de Prigogine sobre un caos turbulento que genera nuevos sistemas por bifurcación y entremezclamiento de lo viejo. Este modelo habilitará en Cohen –agrego– un estilo que reivindica la impureza, la aceptación del conflicto (cual si se tratase de una dialéctica negativa de corte adorniano) entre las partes que componen la unidad: lo nuevo y lo viejo, la superficialidad y la profundidad. Lo verdaderamente nuevo se encontraría en la impureza que se conforma en el conflicto entre lo nuevo y la tradición, entre lo revolucionario y lo conservador. De modo que en su estética, Cohen pone al conflicto en el rol de motor de la verdadera creación. 
[3] Retomo dos ensayos en particular: “Como si empezáramos de nuevo. Apuntes por un realismo inseguro” y “¡Realmente fantástico!” (Cohen 2003).
[4] Hacia fines del siglo XVIII el romanticismo alemán formuló una idea de arte que, ligada al problema del conocimiento, proponía ampliar los límites de la observación física al concebirse a sí mismo como un ejercicio que permitía ahondar en los misterios de la Creación a través de la exploración interior. Esta idea se correspondía con el lugar que el sujeto ocupaba en la cosmovisión romántica: el sujeto romántico, lejos de estar separado del universo que lo contiene como el observador externo de la ciencia moderna, conforma con él una unidad. Esta “física especulativa”, “física superior” (Schelling 1996 [1799]), que implicaría la unión entre arte-poesía-religión y filosofía, sería una respuesta a la cosmovisión mecanicista del universo que fue uno de los pilares de la ciencia moderna, cuya primacía significó el exilio final de la estética del campo de las epistemologías. 
[5] Cfr. “Alocución sobre la mitología” (Friedrich Schlegel 1800), “Punto de vista para la poesía mitológica” (Moritz 1791)  y “De la mitología” (August Schlegel 1801). Los textos del romanticismo alemán que se citan en este trabajo están incluidos en la antología de Javier Arnaldo (1994).
[6] Las características de este principio habilitaron diversas explicaciones que fueron bien recibidas por la literatura, es decir, ficcionalizadas. Una de ellas es la hipótesis sobre la existencia de realidades paralelas que es frecuente en Borges, Bioy Casares (y, de forma más general, en la tradición de la ciencia ficción).
[7] El poema es siempre indisociable de la búsqueda mística tanto para el romanticismo alemán como para el inglés, como bien señalan los especialistas (Abrams 1975; Lacoue Labarthe y Nancy 1978; Safransky 2009; entre tantos otros). 
[8] Este principio condujo a que tanto por el lado de la literatura (Aldous Huxley, 1974 [1963]) como por el de la física (Fritjof Capra 2006; Igor y Gricha Bordanov y Jean Guitton 1999) se hablara de paralelismos entre la cuántica y la mística oriental.

Publicado en la revista Orbis Tertius, vol. 18, nº 19, diciembre 2013.

No hay comentarios:

Publicar un comentario