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domingo, 9 de marzo de 2014

Sobre "Los colores primarios" de Alexander Theroux



Un artefacto sensitivo


Los colores primarios de Alexander Theroux no es un libro para cualquiera. En principio, hay que decirlo, su apreciación depende de qué tanto uno pueda dejar de lado ciertos… llamémoslos “prejuicios de lectura”, para mantener la condescendencia que requiere darle a un libro el beneficio de la duda (lo cual no es poco). Como fuere, es de esperarse que el debate que su lectura ha suscitado redunde en la curiosidad del público.
El universo de este texto, como es de esperarse si se presta atención a su título, se dividirá en tres colores: azul, amarillo y, finalmente, rojo. A simple vista, su organización en estos tres coloridos apartados detona el primer prejuicio: se trataría de un ensayo, con hipótesis bien articuladas, sobre los colores primarios (idea que incluso reforzaría el subtítulo, “Tres ensayos”). Primer gran error; aunque ciertamente la ilusión está bien lograda gracias a la retórica en extremo erudita del autor.
En efecto, este prestigioso novelista y académico norteamericano (elogiado ampliamente por John Updike y Norman Mailer, y traducido por primera vez en Argentina) recorre no sólo antecedentes filosóficos, literarios, religiosos, geológicos, químicos, físicos y culturales en general de forma pormenorizada sino que también repone hitos (en ocasiones completamente frívolos) de la cultura popular para hacer ingresar al lector en el universo de cada uno de los colores primarios. En este contexto que se construye con múltiples y variadas referencias, la mirada del autor se impregna con frecuencia, hay que decirlo, de un tono hedonista propio de quien observaría al mundo durante un año sabático que se ha prolongado quizás demasiado: “La “crema” de Azazello, en la obra maestra de Mijaíl Bulgákov, la novela El maestro y Margarita (1967), un ungüento mágico que da brillo a la piel de la protagonista y la pone en contacto con la magia y lo sobrenatural, liberándola y transformándola completamente –“¡Hurra por la crema!, exclama Margarita”– es amarilla. También lo es la familia de dibujos animados para televisión, los Simpson, la piel de cuyos entrañables personajes, con la sinuosa chifladura Pop-Art, muestra una suerte de amarillo roy-lichtensteiniano. El color, en una palabra, parece estar adecuadamente unido a su comportamiento (…) Por lo que se refiere a estructuras, un hito famoso en Hollywood era el almacén DeMille, un artefacto amarillo, de dos pisos, construido originalmente en 1895, en la esquina sudeste de Selma Avenue y Vine Street. En 1913, Cecil B. DeMille se la alquilo a Jesse Lasky por doscientos dólares a la semana, para hacer su primer espectáculo, The Squaw Man. Cuando Paramount, la sucesora de la compañía Lasky, se mudó a unos estudios de diez hectáreas en Melrose Avenue en 1927, los sentimentales ejecutivos se llevaron consigo el almacén, que utilizaban como biblioteca de la compañía; luego, en una progresión un tanto decreciente, como gimnasio; y por último, como set para la serie de televisión Bonanza. El local color limón intenso de Poujauran, esa incomparable pâtisserie del 20 de la rue Jean-Nicot, en París, también es, no debo omitir decirlo, uno de los grandiosos lugares amarillos del mundo civilizado.”   
Este despliegue caprichoso de erudición que en más de un momento resulta irritante e inconducente produce, no obstante, en su excesivo proliferar, un efecto peculiar. No es que el libro carezca de hipótesis, por simple que sean las formula: el azul es el color misterioso, de la imaginación, la enfermedad, la nobleza, de los “abismos y las profundidades ambiguas” y, por supuesto, del conocimiento inasible romántico (si no dijera esto último, de más está decir, no me molestaría en reseñarlo); el amarillo, el de la ambigüedad, de la infancia y la sabiduría, la iluminación y la vaguedad, la prosperidad y la decadencia, la disolución, la cobardía; el rojo, el de la audacia, el sacrificio, el infierno, la juventud, el amor, el pecado, la expiación… Pero nada de esto cuaja del todo con la singularidad infinita de la descripción que despliega, cual parodia de “Funes, el memorioso”, Theroux. Las hipótesis pierden espesor, se vuelven insustanciales. El libro, como ensayo, es ciertamente muy fallido. No obstante, precisamente en ese gesto fallido encuentra su originalidad.
El inventario minucioso de los diversos aspectos de la actividad humana y de la naturaleza que se organiza mediante (¡gran acierto!) la técnica de la asociación libre consigue llevar al lector de viaje, en trance, por un universo azul, amarillo y rojo. De este modo, Los colores primarios se transforma en un artefacto sensitivo que en sus mejores momentos se aleja del ensayo y se acerca en cambio a la crónica de viajes. Si el lector logra sumergirse en el caos descriptivo, sorteando ciertos prejuicios “racionalistas” (anque en algunos casos también ideológicos) que seguramente lo inducen a tratar de encontrar una presentación productiva de los contenidos que funcione a favor de la propuesta inicial, tal vez alcance una experiencia lisérgica nada despreciable. Difícil llevar un texto hacia el límite de lo estupefaciente; ahí radica su valor. Como decía, no es un libro para cualquiera.

Publicado en el suplemento cultural "Señales" del diario La Capital, 09/06/2014.

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