Un artefacto sensitivo
Los colores primarios de Alexander
Theroux no es un libro para cualquiera. En principio, hay que decirlo, su
apreciación depende de qué tanto uno pueda dejar de lado ciertos… llamémoslos “prejuicios
de lectura”, para mantener la condescendencia que requiere darle a un libro el
beneficio de la duda (lo cual no es poco). Como fuere, es de esperarse que el
debate que su lectura ha suscitado redunde en la curiosidad del público.
El universo de
este texto, como es de esperarse si se presta atención a su título, se dividirá
en tres colores: azul, amarillo y, finalmente, rojo. A simple vista, su
organización en estos tres coloridos apartados detona el primer prejuicio: se
trataría de un ensayo, con hipótesis bien articuladas, sobre los colores
primarios (idea que incluso reforzaría el subtítulo, “Tres ensayos”). Primer
gran error; aunque ciertamente la ilusión está bien lograda gracias a la
retórica en extremo erudita del autor.
En efecto, este
prestigioso novelista y académico norteamericano (elogiado ampliamente por John
Updike y Norman Mailer, y traducido por primera vez en Argentina) recorre no
sólo antecedentes filosóficos, literarios, religiosos, geológicos, químicos,
físicos y culturales en general de forma pormenorizada sino que también repone
hitos (en ocasiones completamente frívolos) de la cultura popular para hacer ingresar
al lector en el universo de cada uno de los colores primarios. En este contexto
que se construye con múltiples y variadas referencias, la mirada del autor se impregna
con frecuencia, hay que decirlo, de un tono hedonista propio de quien observaría
al mundo durante un año sabático que se ha prolongado
quizás demasiado: “La “crema” de Azazello, en la obra maestra de Mijaíl
Bulgákov, la novela El maestro y Margarita
(1967), un ungüento mágico que da brillo a la piel de la protagonista y la pone
en contacto con la magia y lo sobrenatural, liberándola y transformándola
completamente –“¡Hurra por la crema!, exclama Margarita”– es amarilla. También
lo es la familia de dibujos animados para televisión, los Simpson, la piel de
cuyos entrañables personajes, con la sinuosa chifladura Pop-Art, muestra una
suerte de amarillo roy-lichtensteiniano. El color, en una palabra, parece estar
adecuadamente unido a su comportamiento (…) Por lo que se refiere a
estructuras, un hito famoso en Hollywood era el almacén DeMille, un artefacto
amarillo, de dos pisos, construido originalmente en 1895, en la esquina sudeste
de Selma Avenue y Vine Street. En 1913, Cecil B. DeMille se la alquilo a Jesse
Lasky por doscientos dólares a la semana, para hacer su primer espectáculo, The Squaw Man. Cuando Paramount, la
sucesora de la compañía Lasky, se mudó a unos estudios de diez hectáreas en
Melrose Avenue en 1927, los sentimentales ejecutivos se llevaron consigo el
almacén, que utilizaban como biblioteca de la compañía; luego, en una
progresión un tanto decreciente, como gimnasio; y por último, como set para la
serie de televisión Bonanza. El local
color limón intenso de Poujauran, esa incomparable pâtisserie del 20 de la rue
Jean-Nicot, en París, también es, no debo omitir decirlo, uno de los grandiosos
lugares amarillos del mundo civilizado.”
Este
despliegue caprichoso de erudición que en más de un momento resulta irritante e
inconducente produce, no obstante, en su excesivo proliferar, un efecto peculiar.
No es que el libro carezca de hipótesis, por simple que sean las formula: el
azul es el color misterioso, de la imaginación, la enfermedad, la nobleza, de
los “abismos y las profundidades ambiguas” y, por supuesto, del conocimiento
inasible romántico (si no dijera esto último, de más está decir, no me
molestaría en reseñarlo); el amarillo, el de la ambigüedad, de la infancia y la
sabiduría, la iluminación y la vaguedad, la prosperidad y la decadencia, la
disolución, la cobardía; el rojo, el de la audacia, el sacrificio, el infierno,
la juventud, el amor, el pecado, la expiación… Pero
nada de esto cuaja del todo con la singularidad infinita de la
descripción que despliega, cual parodia de “Funes, el memorioso”, Theroux. Las
hipótesis pierden espesor, se vuelven insustanciales. El libro, como ensayo, es
ciertamente muy fallido. No obstante, precisamente en ese gesto fallido encuentra
su originalidad.
El inventario
minucioso de los diversos aspectos de la actividad humana y de la naturaleza
que se organiza mediante (¡gran acierto!) la técnica de la asociación libre consigue
llevar al lector de viaje, en trance, por un universo azul, amarillo y rojo. De
este modo, Los colores primarios se
transforma en un artefacto sensitivo
que en sus mejores momentos se aleja del ensayo y se acerca en cambio a la
crónica de viajes. Si el lector logra sumergirse en el caos descriptivo,
sorteando ciertos prejuicios “racionalistas” (anque en algunos casos también
ideológicos) que seguramente lo inducen a tratar de encontrar una presentación
productiva de los contenidos que funcione a favor de la propuesta inicial, tal
vez alcance una experiencia lisérgica nada despreciable. Difícil llevar un
texto hacia el límite de lo estupefaciente; ahí radica su valor. Como decía, no
es un libro para cualquiera.
Publicado en el suplemento cultural "Señales" del diario La Capital, 09/06/2014.
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