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martes, 22 de octubre de 2013

Sobre Fogwill (La buena nueva de los libros del caminante)


El arte de la contradicción

Quizá todo gran escritor exprese en su literatura una tensión entre elementos que no encuentra nunca reconciliación, diría Ricardo Piglia con la lucidez que lo caracteriza. Más específicamente, esta especie de dialéctica negativa es para Piglia la primera condición de posibilidad de la grandeza borgeana; cuyo ejemplo paradigmático, vale precisar, sería la construcción de los dos célebres linajes en “El Sur”. Tal afirmación no sólo suena convincente sino que tienta a la universalización. Repasemos: el positivismo teosófico de Holmberg, la derecha-izquierda ideológica de Lugones, el formalismo pulcro y comprometido de Walsh, el programa místico-político de Juanele… y así podríamos seguir enumerando oxímoron durante varias vidas.  
Como todo gran escritor, Fogwill ciertamente no está exento de ese fatum; aunque tal vez sea en La buena nueva de los libros del caminante donde mejor se vislumbra. Esta novela, publicada por primera vez en 1990, ficcionaliza los pormenores del universo autobiográfico del joven Fogwill a través de la narración de su alterego, José María Pérez Largo. Al igual que en toda buena novela, un conflicto subrepticio atraviesa el relato: en este caso, rememorar la decisión de salir a marchar por el mundo activa en el protagonista la pregunta por los complejos mecanismos que produjeron el viaje y, por ende, la construcción incisiva de la novela familiar. En la caracterización de aquella familia pequeño burguesa, conservadora y despolitizada, simple y recatada, se anuda entonces la fundación del mito de origen, que en Fogwill es siempre relato certero de las imbricaciones que conforman la neurosis personal. 
Esa es, sin más, la gran peripecia, que poco tiene que ver con la narración de experiencias exóticas que se esperaría de un relato de viaje. La buena nueva es más bien el relato de las “iluminaciones” que, extrañando la cotidianeidad trivial, permiten acceder a algún tipo de conocimiento sobre la identidad: “Siento próximo el día de evaluar la importancia que tuvo para mi formación en el arte de caminar –que me permitió llevar a cabo con éxito mis marchas por el mundo– aquella enseñanza que me impartiera mi familia en el arte de conducir. Un saber, que hubiese sido para cualquiera una carta blanca para olvidar la marcha, fue para mí en cambio un estímulo y una luz que me mostró el camino que por tanto aprendizaje me estaban tratando de cerrar. ¿Si tantos medios me ofrecen, no están reclamando que les entregue algo a cambio?, se preguntaba el pobre ratón. ¿Y no era eso la exigencia de entregar la totalidad de mis facultades de marcha?” 
Pero la identidad, dice el narrador protagonista, se conforma por la “no identidad”; se encuentra en los intersticios fluctuantes de lo que muda. Ese descubrimiento es precisamente lo que lo impulsa a estudiar filosofía, primero; y luego, a marchar por el mundo. La identidad es siempre movimiento contradictorio, muestra Fogwill en esta novela, y el desplazamiento físico viene a reafirmar su esencia. Por eso el protagonista que se autodefine como “un ratón”, cifra del espíritu pragmático y pacato de su clase, decide contra todo mandato familiar y social salir a recorrer el mundo.
El viaje que narra Fogwill pone en primer plano esa contradicción en el seno de la identidad: es al mismo tiempo la narración de los cálculos del pobre “ratón” (desde el inventario detallado de todos los regalos recibidos y recursos acumulados, hasta sus más bajas especulaciones y estrategias de supervivencia) y la elaboración de una compleja cosmovisión que surge del esfuerzo de poner en práctica una ética del desapego (muy cercana a la filosofía Zen) según la cual el sujeto sólo encontraría su esencia en el devenir despojado de la marcha. Es a partir de este aprendizaje sobre el desapego que el protagonista detecta las grandes “falacias” de su cultura en relación a los supuestos beneficios de la acumulación; aunque él mismo se muestra preocupado por acopiar celosamente cada vez que tiene oportunidad.   
De alguna manera, este procedimiento no resulta sorpresivo. Las propias autofiguraciones del autor ya nos han entrenado en el arte de la contradicción y la doble moral. Fogwill sabe mejor que nadie articular en sus entrevistas denuncias escandalizadas, comentarios sobre sus filiaciones ambiguas con el marxismo y declaraciones en las que, como buen trabajador de la publicidad, se encuentra siempre atento al mercado y (tal como si fuese un personaje de Los Pichiciegos) al imperativo de supervivencia individual: “Yo laburé muchos años para Dupont, que se instaló en Argentina aparentemente como fábrica de nylon pero en realidad lo que instalaron en Ezpeleta era una fábrica de explosivos. Laburé para la Esso, que no fabricaba explosivo pero hizo caer 80 gobiernos en el mundo. Laburé para Nobleza, que debe ser responsable de por lo menos el 20% de las 45 mil muertes de cáncer de pulmón por año: matan a 9 mil personas. Después de eso, puedo laburar para cualquiera. Laburo para el que me paga.” 
La dimensión ética, siempre fuerte en el discurso de Fowgill, tanto en sus relatos como en sus intervenciones (¿acaso habrá demasiada diferencia entre ambos?), atiende ante todo a un imperativo del decir sin licencias. Pareciera que Fogwill, con su ironía lacerante, llega hasta la médula y lo dice todo; pero en ese “todo” se incluye un develamiento profundo de sí mismo, de las propias contradicciones y miserias que lo hacen humano. Tamaña empresa creo que sin duda le concede un lugar privilegiado dentro de esta tradición literaria que apunta con maestría Piglia.

Publicado en el suplemento cultural "Señales" del diario La Capital (20-10-13)

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